¿París-Niza o Tirreno Adriático? Un repaso literario a las dos vueltas míticas de inicio de temporada
Esta semana arranca un doble espectáculo ciclista que para muchos aficionados y corredores marca el verdadero inicio del calendario de competición en Europa: la París-Niza y la Tirreno-Adriático. Dos pruebas de una tradición enorme, con recorridos y atmósferas propias, que se celebran casi en paralelo y ofrecen, para quien las siga con atención, una radiografía de cómo llega el pelotón a este primer gran bloque de la temporada. Por un lado, la llamada “Carrera del Sol”, con su llegada inconfundible a la Costa Azul, y por otro, la prueba italiana que parte del Mar Tirreno y culmina en el Mar Adriático. Hoy queremos reflexionar sobre estas dos carreras y la importancia que adquieren en el calendario ciclista. Y, para hacerlo, nos apoyamos en tres libros que editamos y en los que estas pruebas tienen bastante protagonismo: “El ciclista secreto”, “Thomas Dekker. Mi lucha” y “Merckx. Mitad hombre, mitad máquina”.
La Carrera del Sol, según El ciclista secreto
Si hablamos de la París-Niza, no podemos eludir su fama de dura y cambiante. A menudo se la asocia con imágenes de ciclistas empapados y helados, luchando contra un viento desapacible. En El ciclista secreto (una obra que ofrece una perspectiva abierta y muy personal sobre el día a día del profesionalismo), aparece una descripción contundente:
«Para los corredores de las grandes vueltas, marzo es sinónimo de París-Niza. Es una mierda de carrera, pero no por culpa de los organizadores. Hay mucha presión en el grupo porque todo el mundo está fresco y busca obtener resultados. Ganar o acabar entre los primeros en la general tan pronto en la temporada quita mucha presión a un corredor de cara al año siguiente y, tras pasarse el invierno entrenando, todos piensan que son el nuevo Eddy Merckx. Les hacen falta varios meses para darse cuenta de que siguen siendo los mismos que en octubre, no es que Papá Noel haya venido y les haya convertido en campeones. Todos creen que pueden ganar cada esprint y cada etapa de montaña, lo que se traduce en caídas y tensión en el pelotón. El tiempo tampoco facilita las cosas: la llaman la «carrera del sol», pero el tiempo suele ser horrible. La Tirreno-Adriático suele celebrarse en la misma época y, si yo pudiera elegir, preferiría participar en esta. Siempre es divertido correr en Italia: buena comida, buen café y la afición es magnífica».
Ese contraste entre la romántica denominación “Carrera del Sol” y la crudeza meteorológica es, seguramente, el rasgo más característico de la prueba francesa en su arranque. A muchos corredores les motiva la idea de rodar rápidamente rumbo al Mediterráneo, de sacudirse el óxido del invierno, de pelear en etapas cortas pero intensas. Pero esa presión por destacar tan pronto puede ser un arma de doble filo. En ese mismo libro encontramos también uno de los testimonios más duros y, a la vez, cotidianos de lo que puede suponer la París-Niza para un ciclista: llegar frío, calado hasta los huesos, extenuado, y encima extraviarse en busca del hotel, sin apoyo inmediato del equipo:
«Uno de los peores días de mi carrera fue en la París-Niza. Era una etapa muy larga, hacía mal tiempo y al final nos quedamos tan descolgados que llegamos a veinte minutos de los líderes, rodando con un viento de cara terrible. En la meta, el equipo me dijo que el hotel estaba a cuatro o cinco kilómetros y que llegaría antes si iba en bici, porque había mucho tráfico. Me pareció bien, pero lo único que me dijeron fue que era un hotel de la cadena Mercure. Comencé a seguir las señales del hotel y cuando llegué al que creía que era mi destino, vi que había otro equipo allí, no el mío. Uno de sus mecánicos me dijo que había dos hoteles Mercure en la ciudad y que mi equipo estaba en el otro, a cinco kilómetros. Llegué de noche y totalmente empapado. Era a principios de marzo, por lo que también hacía frío, y tras seis o siete horas en mi bici estaba totalmente agotado y cabreado. Estaba furioso con el auxiliar que se había olvidado de darme las señas, pero cuando vi que había comida, se me olvidó por completo el motivo de mi enfado».
Este fragmento, además de su anécdota casi tragicómica, subraya la realidad diaria del ciclista: tras la épica de la televisión, hay una logística a veces descuidada, un cansancio que puede volverse feroz si se suma el infortunio, y una relación amor-odio con la propia prueba. No es extraño que algunos ciclistas hayan considerado la París-Niza como un examen obligatorio, pero ingrato.
La Tirreno como alternativa «divertida»
Lo dice «el ciclista secreto»: “Si yo pudiera elegir, preferiría participar en esta. Siempre es divertido correr en Italia: buena comida, buen café y la afición es magnífica”. La Tirreno, efectivamente, compite en fechas e incluso en prestigio con la París-Niza. A menudo se ha dicho que la carrera italiana tiende a ser más benévola, aunque la realidad es que la meteorología y los recorridos también pueden hacerse inclementes. Aun así, ese plus de cultura gastronómica, la cercanía de los tifosi y la atmósfera del ciclismo italiano ejercen su encanto. Un corredor que la vivió de manera muy intensa y la ganó, Thomas Dekker, cuenta su experiencia en Thomas Dekker, Mi Lucha. Es un relato agridulce, pues combina la alegría de la victoria con la sombra de ciertas prácticas de dopaje que él mismo detalla en su libro. En cualquier caso, el pasaje nos muestra la sensación de poder y protección que puede sentir un corredor cuando está en plenitud de forma y el equipo le respalda:
«—Calma, calma.
La Tirreno empieza un miércoles. La mañana de la primera etapa hay un control de la UCI. Me miden el hematocrito, que da un valor de 44,5. Eso significa que no tengo problemas: siempre tengo un valor parecido a ese. Durante la competición, en cada subida, siento que voy sobrado. Sobrevivo las primeras etapas fácilmente. En el equipo se dan cuenta de que voy bien; ciclistas como Michael Boogerd, Óscar Freire, Juan Antonio Flecha y Marc Wauters me protegen del viento. En una etapa con viento fuerte y lluvia, Wauters se queda todo el día a mi lado —incluso cuando me paro a hacer pis—. Me acerca mi chubasquero, me ayuda a ponérmelo cuando ve que me estoy enredando con las mangas, me lleva hasta el pelotón. Me gusta ver que un ciclista como Wauters se sacrifica por mí. Me siento imbatible. Y no, no me siento culpable. Me engaño a mí mismo, pensando que no estoy haciendo nada desleal. Que los demás también lo hacen. Me convenzo a mí mismo de que solo he hecho lo que tenía que hacer para poder estar a la altura de los grandes, ni más ni menos.
Hay una contrarreloj a dos días del final. Todavía quedan trece corredores que pueden llevarse la victoria, y yo soy uno de ellos. En la contrarreloj derroto a todos mis contrincantes para la clasificación final. Quedo tercero, por detrás de Fabian Cancellara y Leif Hoste, pero me hago con el maillot de líder. Los dos últimos días de carrera, mis compañeros de equipo se desviven por llevarme con toda seguridad hasta la meta. Nos atacan hasta el último momento, pero nadie tiene éxito con las escapadas. En San Benedetto del Tronto, donde se encuentra la llegada de la última etapa, paso la meta con los brazos en alto. He ganado la Tirreno, por delante de Jorg Jaksche y Alessandro Ballan. Jaksche me contaría después que se había metido en el cuerpo dos bolsas de sangre que se había hecho sacar en invierno.
Tengo que ir al podio, a la conferencia de prensa. Tengo que dar la mano a los alcaldes, a los patrocinadores. Mi teléfono no deja de sonar. Me llaman los periodistas, mi familia, mis amigos. Por la noche, durante la cena con el equipo, se descorcha botella de champán tras botella de champán».
Estas líneas son, como decíamos, una mezcla de entusiasmo y cierto desencanto. Se ve la euforia de ganar una carrera tan importante en el inicio de temporada (con rivales de renombre como Fabian Cancellara o Alessandro Ballan), pero también aparecen realidades mucho menos idílicas del ciclismo de esa época. Sea como sea, confirman la relevancia de la Tirreno-Adriático: no es un simple test primaveral, sino una competición que puede catapultar a un corredor a un estatus de “favorito” de cara a las siguientes clásicas y grandes vueltas.
Una perspectiva histórica. Merckx y la París-Niza
Si hay un nombre que asoma casi inevitablemente cuando se habla de ganar desde el primer momento, ese es Eddy Merckx, prototipo de ciclista total. Merckx, en efecto, dominó buena parte de las carreras en las que participó, y la París-Niza no fue la excepción. En Merckx. Mitad hombre, mitad máquina, encontramos referencias concretas:
«En marzo de 1966 disputó la París-Niza, su primera gran carrera por etapas del año, primera en su carrera profesional. De hecho, no dejaba de ser la segunda carrera por etapas que corría en su vida, dado que en 1965 también había evitado las carreras multietapa. No estaba demasiado convencido de participar ya que acababa de terminar los Seis Días de Amberes. Su objetivo inicial no era sino correr de manera conservadora y conocer a sus compañeros de equipo. Desde el principio las señales le indicaron que tendría que luchar por su puesto: hacia el final de la primera etapa, con meta en Auxerre, salió en persecución de una escapada de tres hombres en la que estaba el líder de su equipo, Roger Pingeon, junto a Michele Dancelli y Adriano Durante. Estando a punto de contactar, Pingeon decidió no aflojar el ritmo, entorpeciendo así que su compañero se integrase en el grupo, lo que por otro lado habría igualado su desventaja frente a los italianos; por el contrario, tiró lo más fuerte que pudo. No es de extrañar que cuando por fin los atrapó, Merckx estuviera tan cansado que no pudiera más que terminar tercero.
Otra señal para el joven de veinte años llegaría en la etapa a Montceau-les-Mines. En esta terminó «el mejor entre los de atrás» dado que el cinco veces ganador del Tour, Anquetil, junto a nada más y nada menos que su gran rival Poulidor batallaron en la ascensión más dura de la carrera, la cota de cuatro kilómetros al veinte por ciento del Col d’Uchon. Merckx se hizo con el maillot blanco de líder, manteniéndolo durante una etapa; pero el momento clave llegó con la contrarreloj de Córcega, un poco más tarde. Atrapó y sobrepasó a Van Looy, quien había salido cinco minutos por delante. Ni tan siquiera lo miró mientras lo sobrepasaba. Tan solo era la segunda contrarreloj de su carrera, y la más larga. La victoria en la crono se la llevó el italiano Luciano Armani, mientras que Anquetil triunfaba en la general; pero ser cuarto tras el francés era todo un logro prometedor».
No se trataba solo de la dureza de la carrera en sí, sino de las rivalidades con nombres como Anquetil, Poulidor o Van Looy, que aportaban un componente épico a la competición. La progresión de Merckx en la París-Niza se puede seguir en la misma obra. Al año siguiente, 1967, dio un salto de calidad, pero también vivió momentos complicados en la defensa del liderato:
«El joven comenzó la temporada de 1967 ganando dos etapas en el Giro de Cerdeña, pero la primera gran carrera por etapas de la temporada, la París-Niza, fue otro momento de aprendizaje. Fue directo a «La Carrera hacia el Sol» desde Cerdeña, consiguió la segunda etapa -una victoria en solitario donde se mostró dominador por delante de todos los grandes nombres que lo perseguían- y se vistió el maillot de líder. Peugeot debería haberse limitado a defender el liderato, pero las cosas no fueron así. Dos días después, Tom Simpson atacó de manera repetida, se escapó junto a otros dieciséis ciclistas en la subida cercana a la salida de etapa en Saint- Etienne, el Col de la République; Merckx se descolgó y Anquetil, sobre todo, no mostró interés alguno en cazar. Simpson aprovechó su oportunidad, y seguramente no sea una coincidencia que Van Looy también formara parte del movimiento, combinándose con el compañero de Merckx para fastidio del advenedizo joven. Los grandes campeones se guardaban las espaldas.
Con un fuerte viento del noroeste a su favor, Van Looy, Simpson y compañía sacaron veinte minutos de ventaja al resto, mientras el Emperador lograba la etapa y Simpson el liderato. Este ataque del británico mientras Peugeot ostentaba el liderato de la carrera causó una gran controversia. Simpson se defendió diciendo que había avisado a Merckx de lo peligroso que sería que se abriera un hueco durante la ascensión, pero como Merckx no se había metido en el movimiento consideró que al menos debería haber un Peugeot en él.
J.B. Wadley estaba cubriendo la carrera para Sporting Cyclist. Su descripción de la victoria de Simpson no menciona el hecho de que Merckx estaba furioso con este, y queda claro que el británico -pese al gran bochorno de ir contra un compañero- sentía que no le quedaba otra más que mirar por sus propios intereses. Simpson era tan competitivo como Merckx, y necesitaba desesperadamente victorias tras un 1966 desastroso».
Con estas pinceladas, se aprecia cómo la París-Niza desempeñó un papel crucial en el palmarés de Merckx y en su consolidación como figura dominante. A menudo, cuando lograba ganar la “Carrera del Sol”, anunciaba una temporada pletórica.
Hoy, tantos años después, París-Niza y Tirreno-Adriático siguen despertando un gran interés. Ambas carreras se desarrollan cuando muchos nombres importantes del pelotón ya han debutado, pero aún no han mostrado todo su potencial. Quien brilla aquí se gana el derecho a soñar con las clásicas de primavera y con las grandes vueltas.