La última clásica del ciclismo clásico
El 21 de marzo de 1992 es, para Sean Kelly, un día cualquiera de los años ochenta. Otro más, uno de los últimos, quizá, para este gran campeón. Un hombre del pasado que se empeñó en traerse al presente.
Aquel día se corre la Milán-San Remo, la Classicissima, la Carrera de Primavera, el primer monumento del año. El más deseado por los ciclistas transalpinos, el que justifica toda una vida dedicada al noble oficio de dar pedales. El que dibujó en el ADN de la Bota algunos de sus sucesos fundamentales, como la refundación simbólica del mismo país tras la Segunda Guerra Mundial, cuando Fausto Coppi atravesó aquel Tunel del Turchino que tuvo, en 1946, nada menos que seis años de longitud, palabras de Pierre Chany. Aquella mañana Italia despierta de su pesadilla, y poco después Toscanini agita, histriónico, la batuta en la Scala para ponerle fanfarrias al renacimiento. Nada menos que eso es la Classicissima. Nada menos que eso. El mismo latir de toda una Nación.
Sean Kelly tiene en aquel 1992 que es para él un día más de los 80, nada menos que 35 años. Un campeón maduro, casi anciano para la época. Alguien que representa el pasado, cuyos mejores recuerdos amarillean en las páginas de periódicos antiguos. Sean Kelly era, fue, lo más parecido a Eddy Merckx que habitó los pelotones de ciertas carreras durante la década anterior. Un corredor que era prácticamente invencible, tan poderoso al esprint como sólido sobre los adoquines o en las cuestas. Un supercampeón completo que solo fallaba, quizás, ante las cámaras.
Porque Kelly no era Stephen Roche, el otro trébol que se empeñó en poner a Irlanda en el mapa del ciclismo durante unas temporadas mágicas para ambos. No, Kelly era diferente, sus orígenes eran distintos. Roche fue un pilluelo del Dublín arrabalero, alguien de sonrisa fácil y pícara, con respuesta tan inteligente como fulminante. Ojos azules y pelo negro, capaz de seducirte con su aire distraído mientras te atracaba sin que te dieras cuenta y te levantaba la carrera. O el contrato, vaya, que eso será otra historia. Pero Kelly no, Kelly era exactamente lo contrario. Kelly era un granjero del interior rural, un vaquero de Carrick-on-Suir, alguien acostumbrado al silencio, a la lealtad. Tímido y siempre educado, sí, pero también distante, a veces casi huraño. Un toque celta, atlántico en su personalidad, en su tez pálida, en las pecas que salpimientan su rostro hasta convertirlo en icono de irlandés de antaño. Porque Kelly es como la fina lluvia de su tierra: constante, discreto, implacable. Dibujando el paisaje, moldeando un palmarés alucinante. Ambición monstruosa bajo fachada de roca sin pulir. Ese es Kelly. Y la tradición, claro. Leer más