Aquel Dauphiné de 1984 con Martín Ramírez

Martin-Ramirez-Dauphine84-2 Aquel Dauphiné de 1984 con Martín Ramírez Ciclismo en ruta Ciclismo profesional Colombia Marcos Pereda Sin categoría
Foto: revista Mundo Ciclístico

A Martín Ramírez lo llaman el Negro. Por su tez oscura, su pelo azabache, sus ojos como mares sin fondo. Es pequeño, delgado, cara de niño y gesto siempre serio. Es, también, protagonista de una de las más grandes gestas en la historia del deporte colombiano.

Sin discusión.

Un desconocido total y absoluto para el gran público. Un “nadie”, apenas nombre para rellenar lista de dorsales en esa prueba francesa. En la que ni siquiera iba a participar. Porque todo, como sucede siempre en Colombia, tiene aroma a realismo mágico.

Vayamos al Tour, repitamos, este 1984, en el Tour. Vale, lo de 1983 estuvo bien, con Patro destacando y Condorito Corredor enseñando el sillín a Laurent Fignon. Sí, entusiasmaron al público, dejaron huella. Pero para 1984… ahhh, ese año hay que hacer algo más. Ganar un parcial, el sueño de todos, el anhelo de tantos. Así que tranquilidad, buenos alimentos, descanso y preparación milimétrica.

Solo que…

Solo que no todos piensan igual. En Europa. Allí dicen que los escarabajos no pueden presentarse solo a la Grande Boucle. No. Hay que hacer más pruebas, amigos. Mavic, por ejemplo, que es uno de los mayores patrocinadores del ciclismo, el gigante proveedor de ruedas. Los franceses contactan con la Federación Colombiana, e intercambian mensajes. Si ustedes no vienen a la Dauphiné Libéré olvídense de contar con nuestra ayuda en julio. Todo un ultimátum. Y un problema, claro. Ni Herrera ni Parra están por la labor, e incluso Raúl Mesa, director habitual de Colombia en el extranjero, dice que tiene mejores cosas que hacer. Así que la tarea le cae a Marcos Ravelo, quien acude con hombres que podríamos considerar “modestos” en el ciclismo del país. Cinco ciclistas del equipo Leche Gran Vía y otro de Ferretería Reina. Este era Alirio Chizabas, los otros respondían por Francisco Pacho Rodríguez, Reynel Montoya, Pablo Wilches, Armando Aristizábal y Martín Ramírez. Primer hándicap. Todos los conjuntos salen con diez componentes… salvo los colombianos, que lo harán con solo seis.

Y gracias. Porque tampoco tenían maillots. Ni bicicletas. Las segundas se las proporcionó la organización, pero el material era tan precario que Chizabas hubo de abandonar por tendinitis en la rodilla. Una máquina demasiado grande, no había de su talla. Ya ven, historias. Lo de las camisetas fue aún mejor, porque las consiguieron en una tienda de ciclismo que había en Villeurbanne, la localidad pegada a Lyon de donde partía aquella carrera. Cogieron seis iguales, de la marca Castelli, sin ningún tipo de publicidad. Color marrón con una franja roja en pecho y hombros, otra negra a la altura del vientre y el bíceps. Feísimos. Y, sin embargo, hoy aparecen como piezas históricas.

La cosa pintaba a desastre absoluto, porque uno no puede luchar contra los elementos y etcétera, etcétera. Pero nuestro relato, por si aún no se han dado cuenta, se escapa de lo habitual. Siempre. En todo momento. Y aquí dará el salto definitivo…

¿Quieren más problemas? ¿Qué es eso que cae del cielo, eso blanco tan frío? Nadie estaba acostumbrado en aquel equipo a las inclemencias meteorológicas. De hecho fue la primera vez que Martín Ramírez vio nevar. Los colombianos tiemblan, no saben ya con qué abrigarse, se atemorizan ante cada descenso mojado. Situación dantesca. De allí solo podrían salir haciendo el ridículo o dejando historia por contar…

No hay que esperar mucho para que el argumento empiece a desentrañarse. Tercera etapa, final en Saint-Julien-en-Genevois. A unos kilómetros de meta los ciclistas afrontan el mítico Mont-Salève, que corona sobre el Col de Croisette. Allí cimentó Luis Ocaña su Tour de 1973. Allí sufrió Merckx solo un año más tarde. Y sobre sus pendientes (ásperas, inmisericordes, grijilla en las cunetas mientras las praderas alpinas se extienden aquí y allá) Pacho Rodríguez empieza a volar. Arranca cuando apenas han comenzado a subir el puerto, y su ritmo demoledor solo lo aguantan otros tres hombres. Pablo Wilches, Reynel Montoya, Martín Ramírez. Los colombianos no tienen rival cuando la carretera mira al cielo. Al final Pacho conquista la etapa, medio minuto de ventaja sobre el resto de competidores. Primera victoria. Al día siguiente, en Chambery, desarrollo parecido. Pacho y Wilches se escapan en el Mont Revard, nadie puede seguir su estela. Si la victoria es para Michel Laurent será únicamente porque una moto de la organización confunde a los colombianos muy cerca de meta. No hay brazos en alto esa tarde, pero la camiseta amarilla cae sobre las espaldas de Rodríguez. Había que frotarse los ojos para creerlo. Un equipo amateur, uno que ni siquiera tenía maillots, estaba dominando por completo la Dauphiné Libéré.

Y no cesa su ambición. Parcial que acaba en Fontanil, después de cruzar La Chastreuse vía Granier, Cucheron, Coq, Porte y La Charmette. Hinault, enrabietado, ataca desde el primer metro. Pone su ritmo, asciende los puertos con esos desarrollos imposibles que machacan rivales y articulaciones. Uno a uno van cayendo descolgados… Menos ellos. Es inútil, no puede con esos ciclistas oscuros, pequeñitos, que no respetan a nadie, ni siquiera a un bretón malhumorado que pasa por ser leyenda. A poco del final Pacho Rodríguez empieza a rodar sin ningún esfuerzo por las pendientes alpinas. Como si estuviera cuesta abajo, como si saliera de paseo dominical. Otra etapa para él, minuto y medio adicional. La carrera está sentenciada, porque el segundo, Hinault, transita a casi cuatro minutos, y el tercero no es otro que Martín Ramírez, compañero de equipo. A esas alturas todos temen a los chicos del maillot feo.

Esa noche a Pacho le duele la rodilla. O le suenan los bolsillos, vaya, depende de a quién crean ustedes la historia. Sea como fuere el líder abandona al principio de la sexta etapa. No puedo dar pedales, dice. Es el kilómetro 25, tiene ambas piernas vendadas y ya pierde doce minutos. En Colombia no se lo creen y ponen una cruz sobre el nombre de Francisco Rodríguez. Acabará emigrando y haciendo la mayor parte de su carrera en Europa. Pero esa es otra historia…

Carrera acabada, Hinault va a ganar su cuarto Dauphiné Libéré. Claro que nadie se ha dado cuenta que tiene a otro de esos escarabajos chiflados, Martín Ramírez, muy cerca. El bretón se envalentona, quiere demostrar que es el de sus mejores tiempos, manda avisos a diestro y siniestro. Este a Guimard, este a Fignon, el de más allá a Roche. Así que tira como un loco. Pero Bernard no es, aún, el mismo Hinault, y subiendo el último puerto, Col de Rousset, sufre un tremendo desfallecimiento. Ramírez lo adelanta, Ramírez conquista el amarillo que ha dejado vacante su compañero. Los americanos siguen sorprendiendo, epatando.

Pero solo tiene 22 segundos de ventaja. Y queda el último día. Doble jornada. Etapa en línea de apenas 100 kilómetros. Crono de 32, con ascenso y bajada al tendido L’Escrinet. Prácticamente imposible, si se tiene en cuenta que a Martín únicamente le queda Wilches como compañero. Los colombianos salieron con cuatro atletas menos… y ahora son dos. La locura.

En el sector de la mañana el escarabajo vive una de las peores experiencias de su vida deportiva. Vestido con el maillot blanco de mejor escalador, Bernard Hinault se dedica a minar la moral de su adversario. Lo llama negro, puto colombiano, dice que su fuerza viene de la cocaína, que allá todos son unos drogadictos y unos narcotraficantes. Y continúa. Eres un cobarde, una gallina. Suelta las manos del manubrio, pone los brazos como si fueran alas, cloquea ruidosamente. Gallina, gallina. Ramírez no se inmuta, aunque después confiese la decepción que supuso aquello. Admiraba a Hinault… hasta ese día cuando el francés demostró que su orgullo, tantas veces motor de victoria, no le permitía perder una carrera con aquellos amateurs.

De las palabras Hinault pasó a los hechos. Empiezan las maniobras extrañas. Con Martín pegado a su rueda el galo comienza a hacer eses por el camino, pega frenazos bruscos, cambia la dirección de su bicicleta sin avisar. Quiere provocar una caída o, al menos, romper los nervios del escarabajo. Ramírez aguanta, en silencio. No dice nada, no se defiende. Algún compañero de Hinault llega a su vera, empieza a amenazarle, levanta el puño, grita casi en el oído. No tuve miedo, pero sucedió así.

El sector concluye en tablas. Todo queda en manos del reloj.

Y por la tarde, el delirio. Martín Ramírez no solo mantiene los 22 segundos de ventaja sino que añade otros cinco. Ha volado en la subida a L’Escrinet, negociando sobre su preciosa Vitus (cinta azul en el manillar, cuadro rojo y plateado) cada curva, cada cambio de pendiente. Se corona como vencedor. Ha sido, sin duda, el más fuerte. Segundo al final es Hinault; tercero, LeMond. Nada menos.

Hito histórico. Un amateur venciendo en la Dauphiné Libéré ante los mejores del mundo. En un equipo sin maillots, partiendo con cuatro compañeros menos. Impensable. De cuento de hadas.

Allende el Atlántico, la locura. Los periodistas abordan a Ramírez sobre la misma línea de meta. Jadeante, sudoroso. A quién dedicas la victoria. A Colombia y a todos los colombianos. Más tarde le pasan un teléfono. Vea, vea, quieren hablar con usted. Ramírez coge el aparato. La voz que escucha suena metálica a causa de los 8800 kilómetros. Aló. Es el presidente Belisario Betancur, nada menos. Para felicitarlo, para decir lo orgullosos que nos ha hecho sentir a todos. Y Ramírez, tranquilo, inteligente, se desmarca del protocolo. No necesitamos felicitaciones en los éxitos, señor Presidente, sino apoyos en la preparación y la formación. Silencio espeso. El pequeño Negro no se iba a amilanar con los suyos después de vérselas frente a Hinault…

A Martín Ramírez le regaló el Gobierno una casa cuando retornó al país. Una casa, vean ustedes. Pero la vivienda no era tan regalada al final, porque tenía que hacer frente a una mensualidad si quería adquirirla. O, dicho de otra forma, estaba comprando a plazos su obsequio. Qué locura. Un año más tarde vence en el Tour de l’Avenir, y su lengua sigue tan suelta como siempre. De nuevo comunicación con Betancur. De nuevo palabras de agradecimiento, frases huecas. Y Martín Ramírez que se lanza. Oiga, señor presidente, aún no me entregaron la casa, en realidad, la que me prometieron tras la Dauphiné… es que, verá, las cuotas son muy altas. Otro silencio. Al volver a Bogotá ya todo estaba arreglado y el inmueble era suyo.

Por cierto, pudo ganar ese Tour de l’Avenir de 1985 gracias, en parte a Cyrille Guimard, quien le cedió una de sus bicicletas de contrarreloj para que afrontase la etapa decisiva ante el francés Eric Salomon… que corría para La Vie Claire, conjunto enemigo de Guimard. Ramírez defendió su liderato subido en la montura de Thierry Marie.

Pero esa es otra historia…

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